La visión macintyreano-tomista de la vida práctica: ley natural, virtudes, Gracia y bien humano.
Me referiré especialmente a la relación que Tomás establece entre el ejercicio de las virtudes y el cumplimiento de los preceptos de la ley natural.
Mi exposición se orienta a compartir dos ideas fundamentales que A. MacIntyre destaca en su particular interpretación del pensamiento moral del Aquinate. Me referiré especialmente a la relación que Tomás establece entre el ejercicio de las virtudes y el cumplimiento de los preceptos de la ley natural. Adelanto ya las dos tesis que constituyen el punto de llegada de la presente argumentación. En primer lugar, la convicción tomista-macintyreana referida al hecho de que el cumplimiento de los preceptos de la ley moral constituye un prerrequisito de todo encuentro humano auténtico. En segundo término, la idea de que, sin el auxilio de la Gracia, es imposible no solo el cumplimiento de la totalidad de los mandatos de la ley, sino también la orientación hacia y logro del bien propiamente humano. En lo que sigue, me dedicare a mostrar cómo MacIntyre, en su lectura del Aquinate, explica estas dos tesis.
El bien humano: conocer y amar a Dios.
Al comenzar el capítulo décimo de su libro Dios, filosofía, universidades (2012) MacIntyre menciona que Tomás asumió la clásica distinción entre una «dimensión teórica» y un aspecto «práctico» de nuestro entendimiento. Recuerda, además, que la investigación teórica busca la verdad «por sí misma». En el conocimiento teórico, el intelecto accede a la verdad en tanto es informado por su objeto y se conforma con él. Como sostuvo Aristóteles, el alma humana enriquece su forma al incorporar, progresivamente, la forma de todas las cosas. En efecto, las cosas son lo que son independientemente de los juicios que la mente haga sobre ellas.
Sin embargo, la «verdad teórica» sólo es un aspecto del «bien último» que buscan los seres humanos. Según Tomás, y aquí se pone de manifiesto algo que, ciertamente, puede parecer paradójico, «somos dirigidos por naturaleza a un fin que está más allá de nuestra naturaleza»; estamos llamados a alcanzar no solo «verdades acerca de Dios», sino también la «visión de Dios» y, con ella, un «amor perfecto del ser divino». Y para alcanzar este fin superior a nuestras fuerzas, debemos poseer las excelencias de la mente y del carácter, es decir, las virtudes intelectuales y morales. Pero sería erróneo sostener que la concepción tomista de las virtudes procede solo de Aristóteles, de Platón el Aquinate asume la idea de cuatro virtudes cardinales, mientras que, siguiendo a Agustín, reconoce la existencia de las virtudes sobrenaturales.
La práctica de las virtudes: más ejemplos y menos teorías.
Tomás sigue a Aristóteles al sostener que las morales se adquieren por medio del hábito: nos hacemos justos a través de la realización de aquellas acciones que la justicia requiere. Sin embargo, MacIntyre explicita algo más lo sostenido por el Aquinate: reconocer cuáles son los actos que la justica y las demás virtudes requieren es algo que, inicialmente, aprendemos de los demás. De modo que, para ser moralmente virtuosos necesitamos maestros –los padres u otros adultos- que, a su vez, sean ya virtuosos, lo cual es como sostener que, para llegar a encarnar las virtudes, más que teorías, necesitamos el ejemplo de personas virtuosas.
La centralidad de la prudencia.
El Aquinate sigue también a Aristóteles al sostener que no existe virtud moral sin prudencia. Las morales actúan eficientemente sobre la prudencia, a modo de inclinación hacia lo justo, fuerte, moderado, etc., mientras que la prudencia obra a modo de causa final sobre las morales, indicándoles, concretamente, qué significa ser justo, valiente y moderado aquí y ahora. Por lo tanto, la prudencia hace posible el recto juicio y la recta acción.
Aquí, una vez más, resulta imprescindible el ejemplo de personas que ya sean prudentes en los diferentes ámbitos de la vida a fin de consultarlos e imitarlos. Recuérdese lo afirmado por Aristóteles en la Ética sobre el hecho de que existen fundamentalmente tres tipos de seres humanos: los que son prudentes y sabios, los que, sin serlo, piden consejo a los hombres prudentes y, finalmente, los que el estagirita califica de inútiles, que, en efecto, ni son sabios, ni saben pedir consejo.
La ley como maestra de la virtud.
Dando un paso más en su argumentación, MacIntyre se propone la siguiente pregunta: una vez que hemos sido educados en la prudencia, una vez que nuestros padres y pedagogos «han hecho su labor» mediante sus enseñanzas y ejemplos, podría parecer que ya no necesitamos maestros para la virtud. Como respuesta, el filósofo destaca que, ciertamente, necesitamos la «ley» como maestra de la virtud.
La ley como precepto de la razón orientado al bien común.
Sabido es que, para el Aquinate, la ley moral natural es una participación, en nosotros, de la ley eterna; es la porción de la ley eterna destinada a gobernar a los seres humanos. Como es manifiesto, la Providencia divina no gobierna a las personas del mismo modo en que lo hace con los animales no racionales, los cuales siguen ciegamente el instinto implantado en su naturaleza. Los seres humanos reconocen las diversas inclinaciones de la ley presentes en los distintos aspectos de su naturaleza (somos vivientes, animales y poseemos un principio espiritual) y pueden formular como «preceptos de razón» la búsqueda de los bienes hacia los que las tendencias naturales nos orientan.
Es verdad que muchas veces se ha querido gobernar a los seres humanos como si fuesen animales, es decir, mediante premios y castigos. Con todo, si se los pretende educar humanamente es preciso apelar a sus facultades superiores. Por este motivo, frente a cualquier norma que se nos propone, podemos siempre preguntarnos qué razón hay para obedecerla. Siguiendo a Tomás, MacIntyre afirma que sostener que existe una «buena razón» para obedecer un determinado precepto equivale a decir que dicha norma es un precepto «procedente de la razón» dirigido al «bien común». En consecuencia, si una norma se obedece por temor al castigo o por la búsqueda de una recompensa, entonces no está siendo reconocida como «precepto de la razón», es decir, como ley.
La noción tomista-macintyreana de bien común.
Una ley es un precepto de la razón si su obediencia permite la consecución de un bien real. Pero los bienes que dan sentido y finalidad a las leyes son, destaca MacIntyre, los «bienes comunes». MacIntyre amplia aquí la noción de «bien común» al destacar que los «bienes comunes» son aquellos que logramos no como «individuos», sino como «miembros de una comunidad», como participantes de alguna actividad cooperativa, por ejemplo, los bienes de la familia, el trabajo, la educación o la comunidad política.
Un bien es «común» no solo porque se orienta al perfeccionamiento de la comunidad a la que se dirige, sino también porque se alcanza cooperativamente. Para MacIntyre, los «bienes comunes» tienen que ser contrastados con los «individuales». El «bien común» no es así la suma de los bienes individuales de cada uno de los miembros de una sociedad (esto último expresaría el entendimiento liberal acerca de los bienes en donde se asume a los seres humanos solo como individuos).
Legislación y promulgación de leyes: soberanía humana y divina.
Seguidamente, MacIntyre da un paso más en la interpretación tomista de la ley, al distinguir entre «legislar» y «sancionar» un precepto. Para Tomás, nos dice, solo pueden «sancionar» leyes positivas (preceptos de razón en orden al «bien común» de la sociedad política) aquellos que tienen autoridad para hacerlo, pero «legislar» es algo que corresponde a «toda la comunidad» o a alguien que «actúe en nombre de toda la comunidad». MacIntyre destaca una lectura de Tomás a partir de la cual la soberanía está, en primer lugar, en la comunidad y, secundariamente, en aquel o aquellos que la presiden (es decir, quienes «legislan» y «promulgan») en su nombre. Así, las leyes positivas deben ser promulgadas públicamente, de modo tal que aquellos a quienes se aplica la ley puedan ser conscientes de ella.
Ahora bien, respecto a los preceptos de la ley natural procedentes del legislador divino, MacIntyre sigue a Tomás al sostener que Dios «publica» los preceptos de la ley natural haciéndonos capaces de comprenderlos como preceptos de la razón fundados en nuestra naturaleza. De este modo Dios «promulga» sus preceptos para nosotros.
Preceptos primarios y secundarios de la ley natural.
Sabido es también que existen preceptos «primarios» y «secundarios» de la ley natural. Los «primarios» exigen que busquemos determinados bienes y evitemos otros tantos males: decir la verdad, no atentar contra la integridad física ni espiritual de los otros, etc. Los preceptos «secundarios» son aquellos que se necesitan para aplicar los «primarios» en circunstancias sociales particulares. Estos últimos varían de sociedad en sociedad y a veces dentro de una misma sociedad en distintos momentos, mientras que los preceptos «primarios» son exactamente los mismos para cualquier sociedad en todas las épocas.
Las virtudes y la ley natural: orientación al bien humano.
El ejercicio de las virtudes se manifiesta en hábitos de obediencia a los preceptos de la ley. Cabe recordar que, para el Aquinate, dichos mandatos ordenan acciones que constituyen, entre otras cosas, los fines propios de las virtudes: ser justos, valientes, moderados, etc. Asimismo, a partir del desarrollo de estos hábitos nos dirigimos no solamente hacia el logro de los «bienes comunes», sino también hacia lo bueno y lo mejor en términos individuales, hacia el Bien Supremo cuya obtención perfecciona y completa nuestras vidas.
La comprensión del bien humano y su relación con los preceptos de la ley.
Sin embargo, a menudo acontece que los seres humanos entienden erróneamente la naturaleza del «bien humano». En este punto, MacIntyre esboza la siguiente tesis:
Aquellos que en su praxis cotidiana presuponen un punto de vista equivocado sobre el «bien humano» (por ejemplo, ponen el «bien humano» en el placer, el poder, el dinero, la fama, etc.), también entenderán mal, como consecuencia, los preceptos de la ley natural.
Esto es evidente porque, como se afirmó, la obediencia a los preceptos de la ley nos orienta a la concesión del bien específicamente humano.
Tomás era consciente de esta situación (muchos entienden erróneamente la naturaleza del bien humano); por lo tanto, sabía que existirían desacuerdos culturales sobre lo que son los preceptos «primarios» de la ley natural y sobre cómo ellos tienen que ser adecuadamente aplicados a la distintas circunstancias histórico-culturales («preceptos secundarios»). Obviamente, destaca MacIntyre, Tomás no conoció la amplia gama de desacuerdos culturales acerca de los preceptos morales que nosotros hoy conocemos.
¿Qué hacer con los desacuerdos culturales acerca de la ley?
El conjunto de la argumentación precedente conduce a MacIntyre a formular la siguiente pregunta:
¿Cómo habría respondido Tomás al desafío que la amplia gama de desacuerdos culturales sobre los preceptos morales parece plantea a su concepción de la ley natural?
En otros términos: si todos los seres humanos, como agentes racionales que son, pueden conocer, sin mezcla de error, los «preceptos primarios» y, además, el conocimiento de esos preceptos no se puede borrar del corazón humano, entonces, ¿cómo se explica el hecho de que muchos seres humanos rechazan esos preceptos? O bien, ¿cómo compatibilizar, en Tomás, la existencia del desacuerdo moral con la afirmación de los preceptos primarios de la ley natural?
Los preceptos de la ley como prerrequisito de todo encuentro humano.
MacIntyre procura responder a esta pregunta mediante un nuevo cuestionamiento que, a modo de rodeo, lo conduce a una posible respuesta. En efecto, nuestro filósofo se pregunta lo siguiente:
¿Qué implica, para un agente racional, comprender y, por consiguiente, buscar su propio bien?
Según su particular hermenéutica del pensamiento del Aquinate, MacIntyre insiste en que, para Tomás, conocer con verdad dónde está nuestro bien (para escapar al capricho y a la unilateralidad), es preciso deliberar en compañía de otros. En consecuencia, nuestro filósofo se pregunta, una vez más, cuáles sería los prerrequisitos para una auténtica deliberación compartida, es decir, una forma de deliberación comunitaria y honesta que permita comprender y superar los desacuerdos morales.
Desde su perspectiva, la deliberación en compañía de otros sólo es posible si quienes se comprometen en ella aceptan todo y solo aquello que se muestra como fruto de una argumentación «desinteresada y racional». Por lo tanto, desde el principio tiene que descartarse cualquier intento de llegar a un acuerdo usando un modo de «persuasión no racional», por ejemplo, presionando a los demás a que acepten nuestras propias conclusiones so pena de recibir luego alguna forma de castigo. Pero, destaca MacIntyre, la argumentación compartida orientada a la verdad solo es posible si quienes participan en el debate se comprometen a seguir ciertas normas incondicionalmente al tiempo que la comunidad puede constatar el compromiso personal de cada uno en la aceptación de estos mandatos. Pero, entonces ¿cuáles son, explícitamente, dichas normas?
La respuesta de MacIntyre es contundente: los preceptos de la ley natural, tal y como el Aquinate los entiende, se constituyen en prerrequisitos de toda deliberación conjunta. Cito:
«Puesto que habrían de ser normas sin las cuales fuera imposible una deliberación racional genuina, deberían ser normas que informaran las relaciones sociales con cualquiera con el que, en algún momento, uno tuviera que entablar una deliberación compartida, es decir, con todo el mundo. Pero este conjunto de preceptos resulta ser idéntico al conjunto de los preceptos que Tomás de Aquino identifica como preceptos de la ley natural, de modo que, como agentes racionales, nos vemos obligados, exactamente como concluía Tomás, a estar conformes con los preceptos de la ley natural».
En definitiva, para MacIntyre, los preceptos de la «ley natural» son normas universalmente válidas que tienen que respetarse como un presupuesto indispensable de todos nuestros vínculos.
No basta el conocimiento de la ley: necesidad de las virtudes.
Sin embargo, cuando intentamos actuar de manera conforme a los preceptos de la ley (es decir, cuando procuramos llevar a la práctica aquello que comprendemos como indispensable para el bien común e individual de los seres humanos) descubrimos que, para hacerlo, necesitamos las virtudes. Para observar esas normas que nos exigen no estar excesivamente influidos por nuestros miedos o por nuestros apetitos de placer, necesitamos ser fuertes y atemperados. Así, en las actividades de deliberación compartida en las que aprendemos lo que la ley nos exige, aprendemos también la necesidad que tenemos de las virtudes; comprendemos que seremos capaces de actuar como agentes racionales solo en la medida en que nos hagamos virtuosos.
Desacuerdo moral e incumplimiento de la ley.
Por el contrario, los desacuerdos en temas morales fundamentales hunden siempre sus raíces en algún incumplimiento de las condiciones necesarias para la deliberación racional y, por tanto, en el incumplimiento de algún «precepto primario» de la ley. En efecto, el desacuerdo moral tiene siempre su origen en alguna complacencia con el excesivo amor al dinero o al poder o al placer o a la fama y todo este tipo de cosas, satisfacción que ofusca nuestro discernimiento práctico, de modo que nos volvemos incapaces de entender lo que nos exigen los preceptos de la «ley natural». Así, el amor desordenado a los bienes inferiores ocasionado por los vicios del carácter es lo que provoca las violaciones recurrentes a los mandatos primarios de la ley, incluso por parte de quienes entienden muy bien lo que nos exigen estos preceptos.
Necesidad de las virtudes cardinales y las teologales.
Todos nosotros, en diversas ocasiones, nos vemos movidos por deseos desordenados de este tipo que oscurecen nuestro entendimiento y dirigen nuestra voluntad hacia algún objeto de deseo actualmente incompatible con la racionalidad. Precisamente por esto, además de las virtudes cardinales de la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia, necesitamos también las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad.
En síntesis, MacIntyre propone aquí –siguiendo a Tomás- que, para actuar como «agentes plenamente racionales», necesitamos no solamente conocer las exigencias de la ley natural y ejercitarnos en las virtudes cardinales. Para cumplir la totalidad de los preceptos de la ley natural también necesitamos el auxilio de la Gracia.
La teología moral como complemento necesario del orden natural.
En definitiva, Tomás nos enseña que cualquier concepción puramente natural de la vida moral es siempre incompleta, tanto con respecto al «fin último» (es decir, la visión de Dios) como con respecto al «tipo de carácter» que hemos de poseer para alcanzar dicho telos. En relación con el «fin último», lo máximo que la razón puede mostramos es que ningún objeto o estado de cosas finito puede constituirse en nuestro bien supremo; respecto a las virtudes, hemos de comprender que, al tender por naturaleza a la conquista de un bien que naturalmente nos excede, nos es imprescindible contar con excelencias infusas que nos hagan capaces de hacer frente incluso a pruebas y exigencias sobrehumanas, pues –como afirma Pablo en la carta a los efesios– nuestra lucha no es solo contra la carne y la sangre, sino contra fuerzas espirituales malignas del cielo.
Bibliografía consultada:
MacIntyre A. (2012). Dios, filosofía, universidades. Historia selectiva de la tradición filosófica católica. Granada: Nuevo inicio.
Publicación citable:
Jorge Maximiliano Loria. (2025). La visión macintyreano-tomista de la vida práctica: ley natural, virtudes, Gracia y bien humano. En Epistecnología, revista de divulgación científica y cultural. VII Simposio internacional de estudios medievales/ Centro de Estudios Medievales de la Universidad Gabriela Mistral., Chile. Revista Epistecnología. https://doi.org/10.5281/zenodo.17536860



