El más santo de los sabios: nuestro tiempo a la luz de algunos episodios de la vida del Doctor angélico.
Conferencia en homenaje a los 800 años del nacimiento del teólogo más eminente de la cristiandad católica, Santo Tomás de Aquino. Repasaremos aspectos de su vida que nos motive a estudiarlo.
Introducción:
Nos convoca hoy una conmemoración significativa: se cumplen 800 años del nacimiento de quien ha sido quizá el teólogo más eminente de la cristiandad católica. No creo que este sea el momento apropiado para una exposición erudita del Aquinate. He preferido entonces repasar algunos aspectos de su vida que nos motiven a continuar estudiando su legado. Por otra parte, en absoluto puedo considerarme un especialista en Santo Tomás; simplemente soy un modesto discípulo del gran doctor común. Pido entonces de antemano perdón a los esperaban una disertación académica sobre su figura.
Procederé entonces del siguiente modo: en los apartados siguientes comenzaré narrando un episodio breve de la vida del Aquinate. Cada uno de estos acontecimientos me introducirá en una breve reflexión posterior. Confío en que la vida de Tomás es, en muchos de sus rasgos, un buen punto de partida para una crítica de lo que hoy vivimos.
i) ¿Quién es Dios?
Santo Tomás nació a finales del año 1225. Fue el noveno hijo del Conde Landolfo de Aquino, Señor del Castillo de Roccasecca ubicado en las cercanías de Nápoles. Su abuela paterna era hermana del Emperador Federico I (Barbarroja). Su madre Teodora era hija de los condes de Chieti. Por lo tanto, es claro que nuestro santo pertenecía a una familia noble. A la edad de cinco años, Tomás fue enviado como oblato al reconocido monasterio de Monte Casino para iniciarse en la vida religiosa. Su familia esperaba que llegase a ser Abad de esta importante casa benedictina. De este período es la leyenda que cuenta cómo el niño de Aquino se paseaba por los pasillos del monasterio preguntando a los monjes «quién era Dios».
Quiero entonces comenzar mi reflexión de la pregunta formulada antaño por aquel niño oblato. Desde su primera infancia nuestro Santo manifestó una espontánea inquietud por el Absoluto. Es posible, por qué no, imaginar que aquí se colocaron los cimientos de sus escritos más profundos referidos a Dios insertos en la Suma de Teología, pues las construcciones teóricas más excelsas siempre comienzan con un corazón magnánimo que se anima a preguntarse grandes cosas.
El ser humano se encuentra naturalmente orientado al fin último de ver y amar a Dios. Por este motivo, cuando la comunidad es propicia a la experiencia religiosa podemos esperar que nuestros niños desplieguen espontáneamente su sed de infinito. El siglo XIII latino estaba especial y temporalmente configurado sobre el sustento de la fe (los medievales, a diferencia nuestra, no se encontraban amenazados por el nihilismo). Puede entonces afirmarse que Tomás encontró en su comunidad una tierra fecunda para arraigar y desplegar su vocación de Doctor cristiano.
A diferencia de lo que sucedía en tiempos del Aquinate, todo en nuestro entorno nos induce a «no mirar al cielo». La cultura secular hoy dominante desfigura la profundidad y belleza propias de la cosmovisión cristiana. Y si alguno de nosotros no se conforma con la orientación al placer y el consumo siempre puede recurrir a la oferta de un menú variado de experiencias esotéricas y pseudoespirituales. En el presente, en lugar de enseñar a nuestros hijos a conocer a Dios y a confiar en su providencia, solemos aleccionarlos en la frivolidad y el amor desmedido al éxito y al dinero. Como decía Chesterton, es evidente que cuando uno abandona la verdadera fe termina creyendo en cualquier cosa.
Nuestros hijos necesitan de un entorno comunitario que pueda inspirarles la pregunta más importante. Es verdad que no podemos, ni debemos, aislarlos del mundo; es allí donde tenemos que brindar el testimonio dar razones de nuestra esperanza. Hemos de asumir la maravillosa tarea, imposible sin la Gracia, de «estar en el mundo sin pertenecer al mundo». Jesús no pidió al Padre que nos saque del mundo, sino solo que se nos preserve del maligno. Sin embargo, también debemos proteger a los más jóvenes del nihilismo y el secularismo reinantes mientras crecen en fortaleza y sabiduría. Y ya que la sociedad les propone a diario el más crudo y bajo sensualismo, tenemos que brindarles un hogar donde se vivencien la pureza y el respeto por lo sagrado. Cada hogar cristiano tiene que poder ser un ámbito en el que –aunque suene paradójico– resulte natural el despliegue de lo sobrenatural. Caso contrario, la pregunta por Dios que el niño Tomás supo formular será reemplazada por aquella otra que inquiere cuál es el último iPhone de moda.
ii) Encuentros y providencia:
Causas políticas hicieron que Tomás fuese retirado del monasterio benedictino por su padre cuando tenía 15 años: el Emperador Federico II había entrado en franca guerra con el Papa Gregorio IX y se había apoderado militarmente de Monte Casino expulsando de allí a los Monjes. En consecuencia, nuestro Santo fue enviado a continuar sus estudios a la Universidad de Nápoles. Providencialmente, en dicha Universidad no regían prohibiciones sobre la enseñanza pública de los textos aristotélicos.
En Nápoles Tomás se encontró no solamente con Aristóteles, sino también con los frailes mendicantes. Así, cuando tenía alrededor de 20 años, el Aquinate ingresó como novicio con los padres dominicos. Como era de esperar, los superiores reconocieron enseguida sus cualidades para la vida intelectual y decidieron enviarlo al Studium Generale que la orden tenía en París en el convento de Saint Jacques.
Luego de algunos desencuentros relacionados con la oposición de su familia, la cual veía con malos ojos que un hijo de familia noble perteneciera a una orden mendicante, Tomás continuó su camino hacia el convento que los Dominicos tenían en París. Nápoles le hubo propiciado el hallazgo de Aristóteles, París le posibilitó conocer al que sería su gran maestro, me refiero a San Alberto Magno.
Los mencionados episodios de «encuentro» y «reconocimiento» acaecidos en la vida del Doctor angélico, me dan la ocasión para reflexionar sobre el rol activo de la Providencia en nuestras vidas. Aristóteles conoció la existencia de un primer motor del universo enteramente abocado a la actividad de conocerse a sí mismo. El estagirita pensaba que era indigno de un ser divino tener que ocuparse de los asuntos humanos. El cristianismo, en cambio, se funda en la locura del amor, en el hecho maravilloso de que el «Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros». Según el Aquinate, Dios no solamente se conoce perfectamente a sí mismo, también es causa del ser y el orden del universo. Asimismo –y aquí se muestra algo admirable de la fe cristiana– Dios ejerce una providencia personal sobre cada una de sus criaturas, cuidando muy especialmente de los seres humanos. Como dice la Escritura, «ni un solo cabello se nos cae sin que el Padre lo consienta».
Quisiera destacar que la importancia de los encuentros mencionados radica en el hecho de que Tomás supo ver el «paso de Dios» en su vida: Aristóteles, la Orden de Predicadores y la figura de San Alberto no fueron sucesos azarosos. Dios habló por medio de ellos y Tomás tuvo la capacidad de escuchar los signos propuestos por la Providencia. Me interesa subrayar entonces que esta aptitud para reconocer «lo que viene de lo alto» y separarlo de «las seducciones mundanas» no es algo que simplemente sucede. Mucho más cuando es sabido que el mal nunca se nos propone de modo explícito y que –como nos advirtió Lewis– Scrutopo siempre se disfraza de ángel bueno.
Por lo tanto, es necesario aprender a vivir en la «sintonía de Dios» a fin de poder reconocer las huellas de su presencia. Muchas cosas suceden a nuestro alrededor; en consecuencia, resulta imprescindible disponer de una clave hermenéutica que nos posibilite interpretar los acontecimientos. Pero nada de esto sería posible si no aprendiésemos a cultivar la amistad divina. Jesús llamó a sus discípulos a «estar con Él» y, precisamente, esta familiaridad con el Señor es la que nos permitirá escrutar los signos de los tiempos.
Sin embargo, el mundo contemporáneo es absolutamente ciego para las Teofanías. Lo único que sabemos discernir son oportunidades para el crecimiento económico y el disfrute de lo placentero. Simplemente buscamos triunfar en los areópagos de moda. De ahí que jamás se nos escape una ocasión para destacarnos en las redes y aumentar así la cantidad de nuestros seguidores. Actualmente, pareciera que existe límite moral alguno a lo que decimos o hacemos con tal de que los demás den un «me gusta» a nuestras publicaciones.
En síntesis, ya no escrutamos los acontecimientos bajo el prisma de la Providencia; más bien elegimos, dentro del cúmulo de cosas que acontecen, aquello que más nos favorece. Hemos dejado de percibimos como hijos. Actualmente nos pensamos como individuos cuyo único objetivo existencial radica en la maximización de las propias preferencias.
Aun así, Dios continúa actuando y generando hitos providenciales en nuestra biografía: llamados vocacionales a una entrega generosa; maestros santos que despiertan nuestro amor por la sabiduría; situaciones políticas y sociales que nos inducen a un mayor compromiso con los que sufren. Al igual que en tiempos de Tomás, también hoy el Señor nos llama a despertar de la indiferencia. Existen numerosas batallas que deberíamos afrontar si aspiramos a que el nombre de Dios sea glorificado por medio de nuestra vida. Eso sí, correremos el riesgo de que ya no se viralicen nuestros posteos de X.
iii) Conflictos:
Luego de concluir sus estudios en Colonia junto a San Alberto, Tomás fue destinado a París donde, en primer lugar, se le confió la misión de enseñar como Bachiller bíblico (1252-54) y, dos años más tarde, se le designó como Bachiller Sentenciario (1254-56). A los 31 años (4 antes del límite mínimo fijado por la legislación), debido a sus constantes muestras de erudición, nuestro santo fue promovido –junto San Buenaventura– como Maestro de Teología en la Universidad de París.
La designación del Aquinate suscitó numerosos conflictos con los maestros seculares encabezados por un tal Guillermo de Saint Amour. En aquel entonces hizo falta una intervención directa del Papa para que se autorizara a Tomás y a Buenaventura a ejercer sus cargos. Un punto álgido en aquel enfrentamiento se produjo cuando Guillermo publicó dos panfletos en contra de los frailes mendicantes: el Libro del anticristo y sus ministros (1255) y Contra los peligros de los tiempos novísimos (1256). Como respuesta a estos ataques, en octubre de 1256, Tomás escribió un pequeño Opúsculo titulado Contra los que impugnan el culto divino y la religión. En dicho escrito el Aquinate defendió el derecho de los religiosos a pertenecer al claustro de maestros de la Universidad, a predicar y a vivir de limosnas. El conflicto se dirimió con un nuevo arbitraje del Papa Alejandro IV que condenó mediante una bula la obra de Saint-Amour.
Una vez concluido este primer período de docencia en París, Tomás fue convocado por el Papa a trabajar en su Corte durante nueve años. Sin embargo, en 1268, fue enviado nuevamente de forma repentina a la Universidad de París. Sucedió que las disputas académicas se habían agudizado debido a la preeminencia que, en la Facultad de Artes, comenzaron a tener las interpretaciones averroístas de Aristóteles desarrolladas por Sigerio de Brabante.
Nuestro Santo se encontró de pronto en el centro de numerosas polémicas. Los averroístas lo acusaban de falsear el pensamiento de Aristóteles para «acomodarlo» a la cosmovisión cristiana; los teólogos de la universidad, predominantemente agustinianos, le reprochaban su afición desmedida al pensamiento del Estagirita que, para ellos, era incompatible con la Fe. Dichas posiciones extremas conspiraban contra el medio virtuoso sabiamente aportado por el Aquinate. De todos los flancos criticaban sus posiciones apoyados, a su vez, por el Obispo de París Esteban Tempier quien, luego de la muerte de Tomás, condenó públicamente varias de sus tesis.
A diferencia de otros pensadores relevantes de la Edad Media, –pienso, por ejemplo, en el gran Pedro Abelardo–, nuestro Santo no tenía una personalidad conflictiva. Tomás en absoluto disfrutaba del sobresalir en el ámbito público y mucho menos quería involucrarse en lo que hoy llamaríamos una «pugna de egos» académica. Abelardo alcanzó fama refutando y ridiculizando a sus maestros. El Aquinate, en cambio, procuraba siempre dejar «bien parados» incluso a aquellos con quienes no coincidía. Todo lo estudiaba buscando la mejor interpretación, es decir, subrayando cuanto de cierto hallaba en los escritos y disimulando lo más posible los errores ajenos. Aun así, los conflictos políticos, filosóficos y religiosos fueron a su encuentro y cabe destacar que Tomás no rehuyó el hacerles frente. No obstante, conviene insistir en el hecho de que la motivación principal del Doctor angélico siempre consistió en la búsqueda de la verdad.
En el presente, los cristianos que procuren ser fieles al Señor seguramente se verán también involucrados en conflictos de índole religiosa y política. Respecto a ellos, pienso que el Aquinate puede enseñarnos un modo adecuado de afrontarlos. Conozco muchos colegas (filósofos, teólogos, politólogos, etc.) sumamente capaces que tienen la valentía de «meterse en el barro» y de participar activamente en el ámbito público, luchando contra las numerosas ideologías que hoy buscan imponérsenos. Cabe destacar y apoyar el compromiso de estos apologetas contemporáneos. Empero, debo confesar que, en ocasiones, sus esfuerzos parecen estar motivados por el solo propósito del triunfo; es como si gozaran con el hecho de «dejar mal parados» a sus contrincantes. Estos modos, en efecto, me resultan contraproducentes, pues creo que un Doctor cristiano tiene que defender la justicia de una forma que siempre se ponga de manifiesto el móvil de la caridad: nos mueve el amor a la verdad y el deseo ferviente de que todos –nuestros opositores y nosotros mismos– encontremos mayor luz para nuestras visas. Con todo, conviene recordar que no pocas veces confrontamos a sujetos malintencionados frente a los cuales tampoco podemos «darnos el lujo» de la pusilanimidad.
Demás está decir que la no defensa, el silencio cómplice, nunca es una posibilidad para el cristiano. Muchos piensan que pueden vivir asépticamente su fe sin tener que dar un testimonio. Respetar a las personas no significa avalar cualquier opinión infundada, más aún cuando buscan imponérsenos doctrinas tan perversas como el aborto y la ideología de género. Aquel que no tiene odio por la mentira, tampoco tiene amor por la verdad; quien «coquetea» con el vicio, poco esfuerzo hará en la conquista de la virtud. Sin dejar de tener en cuenta las exigencias propias de cada vocación, ningún cristiano puede dejar de «transpirar la camiseta» en los conflictos políticos y religiosos de su tiempo.
Hemos de abrirnos a una respetuosa, pero firme, resistencia. Para esta tarea, Tomás nos dio el ejemplo de tres virtudes que, según pienso, se nos invita a hoy conjugar. Humildad, para no creer que «nos las sabemos todas» (en toda ocasión hemos de estar abiertos a la corrección fraterna); coraje a fin de estar dispuestos a sacrificarlo todo por la fe; finalmente, caridad para proponer la verdad sin imposiciones.
iv) Estar con Él:
En 1272 Tomás fue convocado por sus superiores a Nápoles para fundar allí un nuevo Studium Generale de Teología. Ya en Italia, precisamente el 6 de diciembre de 1273, mientras celebraba la misa nuestro santo tuvo la gracia de una experiencia mística. Como resultado de aquel encuentro personal con el Señor, tomó una decisión que, desde una perspectiva puramente humana, parece incomprensible. A partir de aquel momento dejó repentinamente de escribir. La Suma de Teología (su obra magna) quedaría entonces inconclusa. Cuando su secretario Reginaldo le preguntó sobre esta determinación, el Aquinate respondió: «se me han revelado tales cosas que todo cuanto he escrito me parece paja».
Como ya expresé al inicio, desde su primera infancia nuestro Doctor se sintió movido por el deseo de conocer y amar a Dios. Los siguientes años de su vida estuvieron marcados por este único anhelo. Y si bien es cierto que siempre hubo una dimensión poético-mística en la personalidad de Tomás, es verdad también que esta última experiencia de visión sobrenatural lo marcó de un modo indeleble. Luego de ella, todo lo realizado previamente le pareció irrelevante.
Los teólogos nos enseñan que la mística implica un saber experiencial del ser divino. En efecto, esta forma de visión se diferencia sustancialmente de lo alcanzado mediante un aprendizaje abstracto y discursivo. Tradicionalmente entendida, la aprehensión mística conlleva la Gracia de una iluminación del entendimiento que redunda en la totalidad del propio ser; una visión de Dios que nos atraviesa y llega hasta conquistar el cuerpo. Lo que los místicos ven resulta inefable y, por ese motivo, no es casualidad que solo el lenguaje poético pueda señalar algo de lo que allí acontece. Probablemente por ello, también nuestro Santo ya no pudo escribir más. Es como si se le hubiese entreabierto la puerta del cielo y, desde entonces, no fue ya capaz de mirar a la tierra. No es casual que unos meses después Tomás haya muerto.
Conviene resaltar que este tipo de vivencias son, enteramente, una Gracia, un regalo que Dios otorga a algunas personas sin que medie merecimiento alguno de su parte. Claro que tampoco hay que pensarlas como algo arbitrario que simplemente a uno «le toca en suerte». Todo don conlleva una tarea, al menos la decisión de corresponder con amor al amor divino.
A pesar del secularismo reinante, el hombre es por naturaleza un ser religioso, una persona que, si se le brinda el entorno de una tierra fértil (un contexto que no sea decididamente contrario a la fe), se orienta espontáneamente hacia lo trascedente. El materialismo y el sensualismo predominantes no pueden desbancar totalmente nuestra sed de lo divino.
Sin embargo, en el presente ocurre que muchas personas buscan experiencias religiosas que solo impacten en su sensibilidad. En nada participa aquí el entendimiento y este es, precisamente, un signo inequívoco de lo fraudulento de este tipo de vivencias. Pues una cosa es que el lenguaje humano sea incapaz de expresar lo visto y otra que no sea vea absolutamente nada (o que incluso se menosprecie la posibilidad de una iluminación del intelecto). Quienes asocian la mística con algo contrario al logos lejos están de la tradición cristiana: ¿o acaso no estamos orientados al fin último de la visión beatífica?
En este tipo de vivencias el foco parece estar puesto totalmente en la propia subjetividad, mientras que, en la verdadera mística, sin negar el yo (pues el yo sale fortalecido de estos encuentros), todas las energías están dirigidas hacia lo alto. El Dios de los cristianos no es una divinidad impersonal que simplemente cumple la función de hacernos sentir bien; lo que aquí acontece es algo más bien parecido a la escucha: el Tú con mayúsculas de Dios se nos revela y nos dirige su palabra: ¿qué otra cosa podría hacer una divinidad cuya intimidad más profunda se manifiesta como Verbo?
Asimismo, la relación mística no es, al menos ordinariamente, un punto de partida, algo con lo que Dios nos «engancha» para que luego nosotros osemos darle algo de «bolilla». Como aconteció en la vida del Aquinate, las gracias místicas son más bien un punto de llegada, la consecuencia de una vida consagrada a la oración y la purificación de las pasiones. Lo que pretendo decir se expresa adecuadamente en el pasaje del Evangelio en el que se afirma que Jesús «eligió a los que quiso para que estuvieran con Él». Es verdad que el Señor convocó a los Apóstoles para que continuasen su misión, para enviarlos a predicar el Evangelio a todas las naciones, pero primero los llamó a su compañía, a escucharlo, a familiarizarse con su presencia. Lo que luego se comunica ha de ser como el fruto maduro de este encuentro precedente.
Con todo, intuyo que, frecuentemente, nosotros rehuimos este tipo de familiaridad. Siempre estamos demasiado ocupados para darle tiempo al Señor. Lo necesario cede ordinariamente su puesto ante lo urgente. Nuestros espacios de oración no salen en las historias de Instagram. Lewis decía que si tomáramos conciencia de aquello en lo que está llamada a convertirse la persona más torpe y sencilla que está sentada al lado nuestro en el banco de la Iglesia nos sentiríamos inclinados casi a arrodillarnos ante ella. Ser hijos en el Hijo: he aquí nuestro mayor destino.
La vocación del filósofo cristiano.
Para finalizar, guiado por mi experiencia de discipulado tomasiano, dedicaré una breve reflexión a describir la labor propia del filósofo cristiano. Uno de los primeros temas que estudié con cierto detalle en la obra de nuestro Santo fueron las C. 47-56 de la II-II de la Suma referidas a la virtud de la prudencia. Al mirar atrás descubro ahora que estos análisis marcaron sobremanera mi vocación intelectual. Siempre despertó mi atención la aptitud de este hábito para permitirnos aplicar los preceptos universales de la ley moral a las circunstancias específicas de nuestro presente. Auxiliada por la virtud del buen consejo, la phrónesis discierne cómo encarnar estos mandatos. Su sabiduría nos permite incluso distinguir entre el espíritu y la letra de la ley, a fin de reconocer cuándo es preciso saltarse lo escrito con el propósito de salvaguardar la intención primera del legislador supremo.
Comparto con ustedes este recuerdo porque pienso que, en alguna medida, los filósofos cristianos tenemos que ocuparnos de una labor análoga: ¿a qué otra cosa podemos abocarnos si no a discernir caminos para «aplicar» los principios fundamentales de la metafísica, la antropología, la ética y la política a la singularidad de los tiempos que vivimos? Y aunque dicho desafío es en verdad arduo, el Aquinate me enseñó que la luz procedente de la gracia siempre nos asiste. Para un pensador cristiano, la visión aportada por la fe no es algo en lo que uno simplemente se apoya cuando la razón no alcanza. Los principios aportados por la revelación, tienen que iluminar la reflexión desde su origen. Lo real mismo tiene una hondura teológica que con la sola luz natural no alcanza a comprenderse. Los filósofos cristianos, estamos llamados a esta labor de «aplicación», pero contando siempre con el auxilio de lo que aprendimos estando de rodillas junto al Señor.
En absoluto serviría repetir los principios perennes de la filosofía realista y de la fe sin procurar encarnarlos en nuestra propia idiosincrasia. Se trata de aplicarlos, sin traicionarlos; de aggiornarlos, sin disminuir sus exigencias; de expresarlos en un lenguaje que no resulte incomprensible por lejano, aunque tampoco tan mimetizado con el mundo que en nada logre cuestionarlo. Como me enseñó MacIntyre, es preciso ser tomista con una forma de locución que no suene demasiado escolástica. No porque los teólogos del siglo XIII hayan sido deficientes, más bien nosotros somos incapaces de penetrar su hondura metafísica.
Los principios no varían. Nadie puede cambiar los fundamentos salvíficos y morales que nos legó el Señor. No obstante, el exceso de información hoy nos abruma y cada vez se torna más difícil el ejercicio de la mencionada «aplicación». Sabemos ya que, sin Jesús, nada podemos hacer. Me urge entonces finalizar con una cita de la Suma que nos confirma esta tesis. El Aquinate nos recuerda que:
“… el hombre que está en gracia incluso necesita ser movido por Dios a obrar rectamente. Y lo necesita debido a la condición presente de la naturaleza humana. Porque si bien esta naturaleza ha sido restaurada por la gracia en cuanto a la mente, aún queda en nosotros la debilidad de la carne. Nos queda además cierta oscuridad en el entendimiento, debido a la cual no sabemos lo que nos conviene pedir. Pues por la complejidad de los acontecimientos y por la imperfección del conocimiento que tenemos de nosotros mismos, no podemos saber plenamente qué es lo que nos conviene, y así se dice en Sab. 9, 14: Los pensamientos de los hombres son indecisos y nuestras previsiones son inciertas. Por eso tenemos necesidad de que nos dirija y nos proteja Dios, que lo conoce y lo puede todo. De aquí que, incluso los renacidos por la Gracia como Hijos de Dios, tenemos que pedir: No nos dejes caer en la tentación y hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…” (Cfr. ST, I-II C. 109, a.9).
Muchas gracias.
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J. Maximiliano Loria. (2025, octubre 2). El más santo de los sabios: nuestro tiempo a la luz de algunos episodios de la vida del Doctor angélico. Epistecnología, revista de divulgación científica y cultural. https://doi.org/10.5281/zenodo.17254536